Historia filosófica de la filosofía

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La Antigüedad (los mil años que transcurren desde el 575 a. C. hasta el 475, como fechas convencionales aproximativas, el eclipse de Sol que predijo Tales de Mileto en 575 a. C. y la caída del Imperio romano de Occidente, con Rómulo Augústulo) referida a una civilización a-técnica, en la que no cabía hablar del control tecnológico (por el hombre) de los fenómenos (políticos, cosmológicos) del «Mundus aspectabilis» que, a su vez, se concebía como «incluido» en una Realidad impersonal (Caos, Ápeiron, Migma, Acto Puro, Cosmos atomístico), habría determinado una «ideología metafísica de fondo», ejercida, más que representada, en la cual los elementos egoiformes E (hombres, démones, dioses) se tratan como si estuvieran incluidos en el mundo de los fenómenos (Mi), a su vez envuelto en una Realidad impersonal M.

E ⊂ Mi ⊂ M

Característica de la Metafísica presocrática sería partir, dándola por supuesta, de una Realidad impersonal (M), al modo de los mitos cosmológicos, de un Arjé o de varios Arjai (agua, aire, apeiron...) a partir de los cuales se pretenderá obtener el Mundo (Mi) y, dentro de él, a los cuerpos o almas egoiformes (E).

Lo que caracteriza a la gran «revolución ateniense» (a veces llamada «revolución humanística», que se hace consistir en un «bajar la filosofía del Cielo a la Tierra», en frase de Cicerón, o en la fórmula de Protágoras, «el Hombre es la medida de todas las cosas») no sería tanto la mutación de esta ordenación básica, que seguiría intacta, sino el cambio de perspectiva o de sentido, según el cual esta ordenación es recorrida por la filosofía que comienza a distanciarse de la metafísica presocrática. La crítica sofística y platónica a los metafísicos milesios, pitagóricos o eleatas, crítica lindante con el escepticismo (Gorgias, Sócrates, crítico, en el Fedón, de Anaxágoras) equivale a la renuncia a partir, en la explicación del universo, de un Arjé dado en función de M. Se parte, en cambio, de las sensaciones, opiniones, &c., de los sujetos E; de ahí se pasará a reconstruir el mundo de los fenómenos (a «salvar los fenómenos», Mi), y, por último, a la realidad transmundana (M) que conservará su carácter impersonal, incluso en el Acto Puro de Aristóteles, que ni crea el Mundo, ni necesita conocer su existencia.

En cualquier caso, la «gran revolución» representada por la sofística y el platonismo, no habrían rebasado la ordenación básica sobre la que se habría movido la Metafísica presocrática. La metafísica clásica remueve la ingenuidad de la metafísica presocrática y la transforma en una doctrina filosófica, pero no remueve la ordenación básica heredada.

La Edad Media (los mil años que transcurren entre el 475 y el 1475) la entenderemos marcada, en Occidente, por las nuevas sociedades herederas del Imperio romano que, a través de la Teología judeocristiana monoteísta del Dios creador del Mundo, transforma profundamente la ordenación básica del ámbito ideológico del pensamiento antiguo. El Acto Puro de Aristóteles «rompe a hablar» en la nueva época del Cristianismo. Es creador del Mundo y se revela a las criaturas. Traduciendo esta novedad a nuestras fórmulas algebraicas, E ha sobrepasado a M, podríamos hablar de una subversión.

Mi ⊂ M ⊂ E

Esto equivale a quebrantar la ordenación antigua; el desplazamiento de E desde su puesto «inferior» o subordinado en el orden antiguo, al puesto superior y subordinante, a través de un Dios egoiforme, que crea el Mundo a partir de la Nada (acaso de un Caos) y lo ordena, habla con los hombres, pacta con ellos, e incluso se encarna en el hombre a través de la figura de Cristo.

La Teología dogmática (San Isidoro, Domingo Gundisalvo, Juan Escoto Erígena) parte, en efecto, y obligadamente (cualquier transgresión llevaría al destierro o a la hoguera), de la Revelación, como Palabra de Dios, de un Dios que habla, que es egoiforme, por tanto, «E». Es Dios quien instruye a los hombres acerca de un Vacío, de la Nada, o acaso de la materia caótica (M) que Dios transforma en un mundo (Mi) gracias a su obra de los seis días. Dentro del mundo (Mi) se encuentra una entidad egoiforme (E), que recapitula en él a la propia divinidad «E».

La Filosofía escolástica, sin perjuicio de su orientación «racionalista», enteramente opuesta, por su método, a la Teología dogmática, no altera la ordenación básica. Pero la «recorre» en distinto sentido, partiendo de la constatación de las cosas del mundo visible y sensible (el «sensu constat») de las cinco vías de Santo Tomás de Aquino, y pasando al otro mundo invisible (el mundo de las formas separadas, y aún el del caos), hasta alcanzar al Dios creador (E) de la Teología Natural, perfectamente diferenciado del Dios revelador de la Teología Dogmática.

La transformación o subversión más importante que la filosofía experimentará en la Edad Moderna la pondríamos en la «destitución» del E medieval (de la Revelación) del puesto supremo que ocupaba en la ordenación básica precedente, y esta destitución puede ponerse en correspondencia con el llamado «racionalismo de la modernidad», un racionalismo definido precisamente como negación de toda autoridad revelante, en cuanto canon o norma de la filosofía o de la ciencia. Aquí pondríamos la subversión, más que en el supuesto individualismo de la época moderna; pues este individualismo es una relación entre los hombres, más que una relación entre los hombres y el mundo. La subversión habría comenzado con la Reforma, cuando Martín Lutero niega la autoridad del Papa y de la tradición eclesiástica, y concibe la Revelación como proceso que tiene lugar a través de cada conciencia humana identificada con el Dios que sopla en ella.

Mi ⊂ E ⊂ M

Sin embargo, esta «destitución» de un E revelante de su puesto supremo, no repercute de forma que también pierda el puesto que ocupaba respecto de Mi, cayendo por debajo de él (al modo antiguo), por debajo de Mi: esta es la herencia medieval (judeo cristiana) que asume la Edad Moderna.

El materialismo moderno no habría alterado el orden básico, o la filosofía básica en la que también se mueve el idealismo moderno: nadie puede saltar por encima de su sombra, simplemente recorre el campo de otro modo. La «subversión moderna» que destituye a E de la cúpula que ocupaba en la Edad Media, la interpretamos, no necesariamente, como un ateísmo formal, puesto que también puede tener el sentido de una transformación del «Deus absconditus» en una entidad que ya no fuera egoiforme, sino que tuviese la condición de una Voluntad, con una «lógica distinta» de la lógica humana (Descartes, Schopenhauer).

Pero la ordenación básica podría llevarse a cabo según dos modulaciones, si tomamos en cuenta la posibilidad de que E se mantenga más próximo a M, o más próxima a Mi.

Si E se mantiene «en la proximidad» de M, de suerte que Mi quede vinculado a E indirectamente o mediatamente, la ordenación se corresponde muy bien con el racionalismo espiritualista francés (Descartes, Malebranche) y con el empirismo inglés (Locke, Berkeley, Hume). En efecto, el racionalismo francés, y, sobre todo, el cartesiano, parte de una situación de duda (la duda metódica respecto de Mi), de un caos en el que todo se confunde; un caos que tiene que ver con un Genio maligno, que actúa «por encima de la voluntad humana». Pero este Genio maligno se detiene precisamente ante el Cogito espiritual, que se erige en una roca firme, con independencia del Mundo de los cuerpos Mi (entre los cuales se encuentra el propio cuerpo humano). En el cartesianismo, el vínculo inmediato de la ordenación se ha roto; el argumento ontológico nos hace presente a un Dios voluntarista M, en el Alma humana E.

El espiritualismo ocasionalista, según esto, representa una indiscutible exasperación de los componentes medievales de la ordenación básica: «Nosotros vemos a Dios en todas las cosas.» La existencia del mundo exterior, llega a decir Malebranche, la conozco porque la Biblia me enseña que Dios ha creado el Mundo. Sin embargo, el espiritualismo de Malebranche incorpora los componentes principales del racionalismo moderno.

Por lo que se refiere al empirismo inglés, o a la escuela platónica de Cambridge, también cabría advertir que en ellos E se mantiene alejado del mundo (cuya existencia, en Locke y Hume, es reducida a no mucho más que a una cierta intensidad o vivacidad de las sensaciones). Berkeley, el obispo irlandés, ocupa en esta tradición empirista el lugar que Malebranche, el sacerdote francés, ocupaba en el racionalismo: el lugar más próximo al Dios medieval de la revelación. Dios (M) llena a E (ángeles, almas humanas), a quien ha creado, y sólo a su través crea el Mundo de los fenómenos (Mi), cuyo ser se reduce a la condición de percepción de E.

Berkeley funda así el idealismo, en su forma más moderna, la que Kant denominó «idealismo material», pero que Fichte llegó a definir como una forma de materialismo (precisamente por admitir la existencia de un principio M divino distinto del E humano).

Si E se mantiene inmediatamente vinculado a Mi, quedando M en situación distante o flotante, la ordenación se corresponde con el giro copernicano de Kant, tal como él mismo lo formula.

Manteniendo el orden antiguo, sin embargo Kant habría pasado de la subsunción de E en Mi («el sujeto está determinado por el objeto Mi») a subsumir en su revolución Mi en E («el objeto está determinado por el sujeto»).

Pero, según nuestras premisas, esta revolución ya había sido practicada por el Cristianismo. Desde esta perspectiva, la «revolución copernicana» de Kant no es otra cosa sino un ciclo nuevo (que conduce al idealismo trascendental) de la revolución instaurada por el Cristianismo. Y el eslabón entre estos dos giros es el idealismo material de Berkeley, en función del cual precisamente Kant ha sentido la necesidad de definirse. Contraprueba: difícilmente podría entenderse una doctrina tan extravagante, como la de Berkeley, que niega la evidencia más común acerca de la existencia independiente de los cuerpos que nos rodean, si no fuera porque el creacionismo cristiano había preparado y madurado la idea de que las cosas que existen como criaturas («res natae») necesitan en cada instante de la asistencia divina, en un acto de conservación muy próxima al acto de la creación.

La revolución a la que Kant se refiere con su fórmula del «giro copernicano» y su distanciación del idealismo material de Berkeley se comprende muy bien con la revolución que representa el idealismo frente al realismo antiguo, principalmente el aristotélico, y señala la fuente misma (judeocristiana) de esta revolución.

Pero en cambio no discrimina la revolución del idealismo trascendental respecto de la revolución cristiana, ni, menos aún, discrimina la revolución kantiana de la revolución cartesiana. Si mantenemos la analogía con el giro copernicano, habría que redefinirlo según estos otros dos giros o, si se prefiere, estos dos «epiciclos»:

(a) El giro racionalista, que se corresponde a la inversión de la posición de E respecto de M.

(b) El giro idealista en virtud del cual E, en lugar de «girar» en torno a M, comienza a girar en torno a Mi. Este es el «giro copernicano» que permite señalar las diferencias entre el racionalismo espiritualista (psicológico) francés o inglés y el racionalismo idealista de la filosofía alemana clásica, inaugurada por Kant, con el precedente de Leibniz. «La conciencia originaria y necesaria de la identidad de sí mismo [E] es, pues, al mismo tiempo, la conciencia de una unidad igualmente necesaria de la síntesis de todos los fenómenos [Mi] según conceptos» (Analítica trascendental, §2, III; Pág. 271 de «Crítica de la razón pura», tomo 1 de la edición Cassirer).

Dicho de otro modo: la revolución que condujo a Kant a posiciones opuestas a las del espiritualismo mediatista de cartesianos y empiristas, fue la «revolución del inmediatismo», que aproximó, hasta identificarlos, a E y a Mi, y con ello alejó a M, como una entidad flotante, que ya no podía percibirse inmediatamente, porque sólo podía ser pensada por un sujeto que no requiriese la mediación de los sentidos, sino que fuera sólo pensamiento capaz de pensar el noúmeno. Incluso cuando este M se interprete, no ya como noúmeno inmaterial, sino como un éter natural, porque tampoco el éter euleriano era visible o tangible, sino sólo pensable (por tanto, como un noúmeno positivo, y no sólo negativo, como lo era la «cosa en sí»).

Sería preciso confrontar también los resultados a los que conduce el giro copernicano de Kant con los resultados a los que otros tantos giros copernicanos condujeron al materialismo. A esta fórmula se acoge no sólo la filosofía de Benito Espinosa, sino también la filosofía de los materialistas del siglo XVIII (Helvecio, Herder, bajo la influencia de Espinosa), el materialismo histórico y en gran medida la corriente del llamado «materialismo espontáneo de los científicos» (desde Darwin hasta Emilio Dubois Reymond, del siglo XIX). Y aún la corriente más vigorosa del positivismo (la «filosofía espontánea» de los científicos de los siglos XIX y XX, como Mach o Einstein) y del neopositivismo. Ensayaríamos, como regla hermenéutica general, la «recuperación materialista» de múltiples componentes del idealismo (de su «lado activo», en palabras de Marx) y aún del positivismo. En cualquier caso, y si mantenemos el principio dialéctico según el cual sólo entendemos verdaderamente algo cuando sabemos contra quién va dirigido, tendríamos que concluir que sólo podemos fijar el alcance del giro copernicano de Kant cuando lo confrontamos con los giros copernicanos del materialismo filosófico, así como recíprocamente.


Fuente:

Gustavo Bueno, Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico El Basilisco, 2ª época, nº 35, 2004, páginas 3-40

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