«Curso de Filosofía de la Música» de Gustavo Bueno

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El «Curso de Filosofía de la Música» de Gustavo Bueno (Conservatorio Superior de Música de Oviedo, abril-mayo, noviembre-diciembre 2007) se plantea con un doble propósito: por un lado, realizar una crítica a las ideas vagas asociadas tradicionalmente al concepto de filosofía de la música; por otro, construir un contenido sistemático y articulado desde el marco del materialismo filosófico. Esto implica superar reflexiones dispersas y ofrecer una estructura coherente que dé cuenta de la música como fenómeno filosóficamente relevante. Para ello, Bueno plantea doce preguntas fundamentales que trascienden lo técnico o científico, obligando a considerar la música en su relación con otras realidades, su posible carácter semántico o su universalidad. Estas cuestiones demandan una aproximación conceptual que desborde los límites de las ciencias particulares, adentrándose en el terreno de las ideas.

La filosofía de la música se define como una disciplina genitiva, en contraste con las nominativas como la teología. Mientras estas últimas abordan nociones abstractas como Dios, las genitivas parten de instituciones concretas —como la música o el derecho— que generan ideas filosóficas propias. Este enfoque responde a un cambio histórico: la crisis del Antiguo Régimen y la reestructuración del saber tras la Ilustración, en la que los saberes profesionales y empíricos comienzan a desplazar las categorías escolásticas. Así, la música se analiza como un fenómeno histórico dotado de «compacidad», donde cada etapa se relaciona con las anteriores, mostrando una continuidad evolutiva comparable a la de la filosofía, desde la música medieval hasta los sistemas tonales clásicos.

En términos históricos, la reflexión filosófica sobre la música ha transitado desde categorías generales de la estética, como las de Baumgarten, hacia una filosofía de la música propiamente dicha, que emerge de forma autónoma con figuras como Giuseppe Mazzini en la década de 1830. Esta nueva etapa está marcada por el surgimiento del nacionalismo musical y la consideración de la música como una práctica institucional con peso propio, más allá de subordinaciones a ideales trascendentales como el orden cósmico o la belleza ideal. La filosofía moderna ya no se impone desde fuera, sino que toma como punto de partida la realidad concreta de la música.

Bueno argumenta que no todo merece una «filosofía de». Solo los campos profesionalizados que generan ideas propias, como la música, pueden constituirse como objetos filosóficos. Critica definiciones vagas y eclécticas, como la del Atlas de música de Michels, y sostiene que una filosofía de la música solo es posible si se apoya en un sistema filosófico previo. Desde esta perspectiva, rechaza tanto el idealismo como el monismo, proponiendo en su lugar un enfoque pluralista y estructurado desde el materialismo filosófico, inspirado en la symploké platónica.

Gnoseológicamente, el curso parte de Baumgarten, quien fundó la estética como «gnoseología inferior», pero Bueno critica la subordinación de lo sensible a lo inteligible en Baumgarten, afirmando su inseparabilidad. Se introduce una «gnoseología del cierre categorial» para analizar la música como conocimiento, integrando lo sensible y lo racional. Ontológicamente, clasifica las teorías en positivistas, metafísicas y filosófico-positivas, cruzándolas con enfoques subjetualistas, objetualistas y complejos, desde Epicuro y Hanslick hasta Schopenhauer y Lévi-Strauss. Así, la filosofía de la música se configura como una disciplina sistemática que, más allá de aforismos, explora la música como un fenómeno rico en ideas y conexiones con la realidad.

Gustavo Bueno indaga en el origen de las ideas abstractas —como progreso o mundo— a partir de experiencias concretas, revelando la unión indisoluble entre lo sensible y lo racional. En este marco, Bueno plantea que la filosofía no precede a la música como un saber aplicable, sino que podría ser al revés: la música, con conceptos como la armonía desarrollados desde el monocordio pitagórico, habría influido en filosofías generales como la de Platón o Kepler. Así, la filosofía de la música se presenta como un terreno donde las ideas filosóficas podrían originarse desde la propia experiencia musical, más allá de imponerse desde fuera.

Bueno analiza la relación entre filosofía y ciencia, definiendo la primera como un saber crítico de segundo grado que reflexiona sobre los saberes de primer grado, como los técnicos o científicos. Propone cinco esquemas para esta relación: yuxtaposición (sin interacción), fusión (ambas subordinadas a un tercero), reducción de la ciencia a la filosofía (origen griego), reducción de la filosofía a la ciencia (positivismo) e involucración diamérica, donde ideas y conceptos se necesitan mutuamente. En música, esto implica que su filosofía debe dialogar con sus conceptos técnicos, evitando abstracciones metafísicas desconectadas, y exige un enfoque sistemático que tome partido, rechazando el relativismo.

Gustavo Bueno examina las ciencias de la música, subrayando una dualidad estructural entre el plano activo, que abarca composición e interpretación, y el plano receptivo, centrado en la escucha, una distinción que atraviesa todas las manifestaciones musicales sin limitarse a oposiciones básicas como vocal/instrumental. Estos planos son inconmensurables, sin una armonía preestablecida entre ellos, y la música no logra constituirse como una ciencia apodíctica con verdades necesarias, como la física. Aunque existen saberes técnicos (tocar) y tratados sistemáticos (armonía), la música no produce identidades sintéticas universales, lo que lleva a Bueno a cuestionar su cientificidad plena y a proponer un análisis ontológico posterior para entender esta resistencia.

Bueno examina la «filosofía de la música» desde dos acepciones mundanas: la antropológica, que ve la música como una visión del mundo cultural (por ejemplo, los bantúes), y la sociológica, que la reduce a reflexiones personales sin rigor. Critica su relativismo y falta de sistematicidad, contrastándolas con la filosofía griega, argumentativa y universal. Luego distingue dos sentidos estrictos: el objetivo (filosofía sobre la música, aplicando ideas externas) y el subjetivo (filosofía desde la música, donde ésta genera ideas), enfrentando el desafío de cómo lo sensible produce lo inteligible. Ejemplos como Schopenhauer, que ve la música como expresión de la Voluntad, son sugerentes pero poco fundamentados técnicamente.

Bueno propone el materialismo filosófico como base para una filosofía de la música sistemática, basada en la symploké platónica (no todo está conectado), la distinción entre materia y forma, y un marco ontológico-trascendental. Este enfoque busca superar reflexiones aisladas o taxonómicas, integrando ideas que puedan aplicarse a la música o surgir de ella dentro de un sistema coherente. Rechaza intuiciones no justificadas, como las que podrían atribuirse a enfoques como el de Schoenberg, y prepara el terreno para desarrollos posteriores que exploren con rigor lógico la relación entre sonidos e ideas, alejándose del «decir por decir» y apostando por una filosofía trabada y racional.

Gustavo Bueno profundiza en su análisis abordando la relación entre música y filosofía, planteando en este punto del curso una posible disyunción entre ambas como esferas distintas: lo sensible, propio de la música, frente a lo inteligible, característico de la filosofía. Esta visión, arraigada en el dualismo clásico y apoyada por formalistas y positivistas, se cuestiona al introducir la idea de «ecualización», que busca elementos comunes entre ambas. Desde un enfoque histórico, se señala cómo el iconoclasmo cristiano y la estética hegeliana relegaron la música a un plano inferior, aunque ejemplos como la estructura tonal y su analogía con el Estado o la gravitación física sugieren conexiones más profundas que trascienden esta separación.

El análisis avanza hacia la musicología y la filosofía de la música desde una perspectiva positivista, criticando su reducción a un conjunto de ciencias como sociología o acústica. Bueno argumenta que esta interdisciplinariedad, lejos de ser una fortaleza, revela una falta de rigor lógico al diluir la filosofía en un esquema enciclopédico. Distingue entre disciplinas internas (composición, teoría) y externas (historia, sociología), señalando que la musicología no aborda el núcleo esencial de la música y que equiparar la filosofía a una mera opinión refleja una concepción superficial de esta disciplina.

Más adelante, se examina la investigación en música y artes, rechazando que componer una obra sea equivalente a un descubrimiento científico, dado que los criterios de validez difieren. Sin embargo, investigaciones contextuales, como la historia musical, sí se aproximan a otras ciencias. Aquí se introduce la «teoría del cierre categorial», que organiza las ciencias en un espacio gnoseológico (sintáctico, semántico, pragmático) y exige precisión en términos como «fenomenología», a menudo usados vagamente en contextos musicales. Este marco redefine las categorías no como formas a priori, sino como construcciones materiales y formales derivadas de los fenómenos.

La reflexión se centra luego en la relación forma-materia en la música, contrastando el formalismo de Hanslick, que prioriza las estructuras sonoras, con el materialismo romántico, que valora los sentimientos. Esta dicotomía, reinterpretada desde el hilemorfismo aristotélico como una interdependencia funcional, se ilustra con ejemplos como los formantes en música electrónica o la gestalt de una melodía. Bueno critica las visiones metafísicas que separan forma y materia como entidades independientes, proponiendo que operan contextualmente, como en la autonomía de la música instrumental, que surge de desarrollos técnicos y no de un aislamiento absoluto.

El análisis histórico y conceptual abarca desde Aristóteles, que veía en las artes una verdad práctica, hasta Platón, que las subordinaba a la imitación. La emancipación de la música, ejemplificada por Beethoven, se compara con la arquitectura monumental, donde la forma se planifica más allá de la materia inmediata. Se rechazan interpretaciones mentalistas o subjetivistas, defendiendo la objetividad de los instrumentos y la verdad musical como una fidelidad inmanente a la partitura, distinta de la verdad científica pero igualmente estructurada.

Bueno desarrolla una visión estructural de la música basada en ejes como ritmo, melodía y tonalidad, usando obras como «El arte de la fuga» de Bach para mostrar una unidad procesual. La verdad musical se define como una adecuación interna, no como revelación externa o expresión antropocéntrica, y se distingue entre morfologías determinadas por factores extramusicales y dinámicas internas. Este enfoque, que evita sustancialismos y metafísicas, propone una filosofía de la música sistemática, anclada en su materialidad y autonomía técnica, abriendo perspectivas para un análisis categorial riguroso.

Gustavo Bueno desarrolla una reflexión crítica desde el materialismo filosófico, desafiando la idea de la música como expresión universal humana. Argumenta que atribuirle universalidad a la música o a conceptos como la justicia refleja un imperialismo cultural más que una verdad objetiva, proponiendo que son construcciones históricas. Frente a visiones subjetivistas, sugiere que la «verdad» musical podría hallarse en una adecuación impersonal a patrones cósmicos, distinta de la coherencia formal aristotélica, que depende de contextos externos más que de demostraciones absolutas.

El análisis avanza explorando si la música imita procesos naturales, no como representación directa, sino como analogía estructural con fenómenos como la evolución biológica. Esta «verdad» analógica, sin embargo, no es científicamente verificable, quedando en el terreno hipotético. Aquí se introduce una distinción clave entre conceptos —ligados a operaciones concretas, como tocar un instrumento— e ideas —abstracciones trascendentes—, buscando superar interpretaciones idealistas que reducen la música a experiencias internas.

Bueno desarrolla esta perspectiva mediante conceptos operatorios, inspirados en Bridgman, donde el significado surge de las acciones que lo definen, como manipular sonidos objetivamente. Esto desafía al idealismo kantiano y platónico, afirmando que las ideas musicales son objetivas y emergen de un «mundo categorial» técnico, complementado por abstracciones filosóficas. Propone cinco estratos gnoseológicos para estructurar el campo musical —fenómenos, conceptos, ideas, teorías y doctrinas—, ilustrados con analogías como la meteorología, donde los sonidos musicales son siempre eventos físicos conceptualizados.

La reflexión enfatiza la objetividad de los fenómenos musicales como productos culturales antrópicos, distintos de ruidos naturales, y critica las estéticas románticas que los vinculan a sentimientos subjetivos. Rechaza la noción moderna de «sentimiento» como autopresentación, rastreándola hasta su origen en el Romanticismo y argumentando que oscurece la lógica inherente a la música, presente incluso en su percepción inmediata. Los fenómenos musicales, sostiene, son intrínsecamente lógicos y requieren un sujeto operatorio, mientras que las ideas y teorías surgen de comparaciones y sistemas más amplios.

El texto transita hacia la relación entre música y lenguaje, cuestionando enfoques que los homologan simplistamente. Expone posiciones tradicionales: el expresionismo, que ve la música como un lenguaje universal de sentimientos (por ejemplo, Haydn), y el formalismo de Hanslick, que la considera una estructura autónoma. Platón distingue el lenguaje como nominación y la música como imitación sensorial, mientras Rousseau argumenta que el lenguaje es musical por naturaleza, priorizando la monodia sobre la polifonía, una idea reflejada en reformas operísticas como la de Gluck.

Esta discusión se complejiza al analizar si la música cantada es lenguaje por su texto o si su significado trasciende lo emocional. Frente a los léxicos emocionales forzados propios del expresionismo, Bueno destaca obras como las de Villa-Lobos, que imitan estructuras externas, desafiando visiones subjetivistas. Introduce a Susanne Langer, quien propone que la música tiene un significado simbólico no discursivo, conectando con el positivismo del Círculo de Viena y su distinción entre lo científico y lo inefable, donde la música revela una «duración real» (Bergson) distinta del tiempo físico.

Paralelamente, define el lenguaje como un término homónimo, con significados diversos pero relacionados, y lo caracteriza como antrópico, fonético y operatorio, universal semántica y pragmáticamente, pero no conexo entre culturas. Esta universalidad paradójica, que tanto comunica como incomunica, plantea desafíos de traducción y prepara un análisis crítico de la música como lenguaje, subrayando su complejidad más allá de analogías superficiales. Se reafirma la necesidad de un enfoque sistemático que articule fenómenos, conceptos e ideas musicales desde su materialidad objetiva.

Gustavo Bueno examina si todos los lenguajes poseen la misma potencia y capacidad de traducción, cuestionando el dogma lingüístico defendido por autores como Pike. Desde un enfoque materialista, destaca las asimetrías históricas y culturales que diferencian a los lenguajes, poniendo en duda su equivalencia universal. Argumenta que los lenguajes reflejan mundos distintos, algunos más amplios por su vínculo con imperios como el inglés o el español, frente a lenguajes locales limitados, usando la metáfora del sapo que ve hasta la tapia del cura para ilustrar cómo los límites culturales moldean cada universo lingüístico.

El análisis avanza hacia las variedades del lenguaje ordinario, incluyendo formas patológicas como el habla de personas con trastornos mentales, que aún conserva su carácter humano, mostrando su flexibilidad. A partir de Saussure, se analiza la estructura del lenguaje como una división de pensamientos y sonidos en términos de expresión y contenido, un enfoque que la lingüística de Copenhague transforma en una perspectiva psicológica pero anclada en lo corpóreo, en contraste con las teorías románticas que conciben la música y el lenguaje como abstracciones puramente mentales.

Bueno propone un enfoque materialista que enraíza el lenguaje en operaciones táctiles y visuales, reinterpretando el «Crátilo» de Platón para sugerir que nombrar imita la realidad mediante sonidos ligados a acciones manuales —como la vocal «a» para lo grande o la «r» para la fluidez—. Esta perspectiva destaca la doble articulación del lenguaje (monemas y fonemas), que combina elementos limitados en significaciones infinitas, una estructura ausente en la música, cuya relación con el lenguaje se reduce a analogías secundarias.

La música se clasifica en acepciones primitivas (hablada, cantada, instrumental) y derivadas (distorsionada, muda, cósmica), cuestionando si fenómenos como ruidos naturales son música en sentido estricto. Aunque históricamente unida al lenguaje en formas como el canto, su falta de función representativa la distingue ontológicamente, rechazando la noción romántica de «lenguaje universal de los sentimientos» como una construcción ideológica ligada a la burguesía del siglo XVIII y los conciertos como experiencia colectiva estandarizada.

Gustavo Bueno critica la identidad reflexiva escolástica (x=x) por presuponer entidades aisladas, desde el materialismo filosófico, al introducir la unidad y la identidad en la música. Propone una identidad relacional, dependiente de contextos y unidades previas —como un bastidor que puede ser escalera o verja—, y distingue entre unidades distributivas (partes yuxtapuestas) y atributivas (interdependientes). Aplicado a la música, como una fuga de Bach, su unidad temporal diacrónica y su identidad relacional carecen de la necesidad sintética de un teorema pitagórico, abriendo un análisis de su complejidad ontológica e histórica.

Gustavo Bueno aborda la estructura de la fuga, destacando su complejidad polifónica con voces entretejidas que forman una unidad dinámica, comparable al río de Heráclito, aunque las múltiples interpretaciones desafían su identidad al depender de la repetibilidad. Esta repetibilidad se presenta como esencial para la unidad musical, pues una fuga improvisada sin registro perdería su carácter, distinguiéndose del lenguaje por su falta de función representativa, pero asemejándose en su articulación sonora controlada.

En El clave bien temperado de Bach, el conjunto distributivo de fugas contrasta con la unidad atributiva de cada pieza, revelando una jerarquía conceptual escalable que enriquece el estudio musical. Desde un formalismo inspirado en la escuela de Copenhague, Bueno propone nueve divisiones en tres grupos —generación del torrente sonoro, forma estética y estado categorial—, clasificando la música por su materialidad (vocal/instrumental, directa/grabada) y contexto (tonal/atonal, exenta/involucrada), priorizando la expresión sonora sobre representaciones externas.

La distinción directa/grabada se explora mediante analogías con la televisión en vivo frente a la grabada, ilustrada con el milagro de Santa Clara, que plantea una percepción trascendente. Esto subraya cómo la inmediatez altera la experiencia musical, mientras divisiones estilísticas como tonal/atonal muestran que la atonalidad preserva la identidad sonora pese a romper con unidades históricas, según autores como Schelling.

Bueno examina la relación vocal/instrumental, tradicionalmente jerarquizada con la voz como racional y el instrumento como manual, una visión sociológica y teológica que el Romanticismo invierte al emancipar lo instrumental. La música vocal ligada a la poesía se debate como híbrido o generador autónomo, resolviéndose en su conversión instrumental al disociar el texto, manteniendo la identidad musical pero alterando su unidad.

La revolución musical se atribuye más a la música concreta y electrónica que al dodecafonismo, que solo gradúa la tonalidad sin romperla radicalmente, preservando la identidad sonora. La música exenta (instrumental) puede involucrarse funcionalmente con la danza o el rito religioso, lo que transforma su unidad compositiva sin alterar su estructura esencial como género autónomo, mientras la distinción sacra/profana se redefine como contextual, con el templo como cuna histórica de estructuras musicales complejas.

Finalmente, Bueno reflexiona sobre la cultura objetiva moderna, ligada al estado-nación y al relativismo cultural, proponiendo un criterio de potencia para valorar tradiciones musicales. La música occidental, con su continuidad histórica, integra otras culturas sin reciprocidad plena, mientras su futuro depende de la intuición artesanal del compositor y las condiciones históricas, no de determinismos metafísicos.