Poesía y verdad

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Gustavo Bueno

Se analizan ciertas relaciones de analogía entre un teorema de Euclides y un soneto de Lope de Vega

(Véase Poemas y Teoremas)

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La primera gran dificultad para el tratamiento de este asunto la encontramos en la diferenciación entre poesía y teoría de la poesía, y entre la verdad científica y la teoría de la verdad científica. Diferencias que muchas veces no es fácil mantener, sobre todo cuando las doctrinas son ellas mismas metafísicas.

Precisamente para «rodear» estas dificultades ensayaremos un camino más «positivo», a saber, el tratamiento de la cuestión no en general sino en casos muy concretos; pero sobreentendiendo que esta confrontación no autoriza a generalizar sus resultados, aunque sí a rechazar algunos conceptos generales, por ejemplo, los que afirman el carácter disyuntivo que se ocultaría tras la copulativa «Poesía y Verdad», a la manera como ocurre con otras copulativas tales como «ser y no ser» o «apolíneo y dionisíaco». «Poesía y Verdad» no expresaría necesariamente una disyunción ni una conjunción, porque la verdad no es una idea unívoca sino análoga, y la poesía puede tener una verdad pero no necesariamente del mismo sentido que el que conviene a una verdad científica.

Y, en efecto, y aun ateniéndonos a los resultados obtenidos en los párrafos precedentes, utilizando como piedra de toque la confrontación que hemos propuesto entre el soneto del «manso perdido» que consideramos más perfecto en el conjunto de la serie «teoría» o sistema de los llamados «sonetos del mando perdido» de Lope, y el teorema más sencillo, el primero del primer libro de los Elementos de Euclides, nos parece que cabe extraer como conclusión provisional la siguiente: que la verdad que pueda manifestarse en el soneto de Lope de Vega considerado es de un tipo muy distinto al de la verdad que se manifiesta en el teorema de Euclides, al menos si utilizamos la idea de verdad en el sentido gnoseológico que atribuimos a la verdad científica, definida por la identidad sintética.

Diferencia gnoseológica que no excluye, sin embargo, la afinidad noetológica entre el soneto y el teorema, afinidad que hemos creído constatar en la confrontación a doble columna expuesta en el parágrafo precedente. Soneto y teorema son construcciones o transformaciones racionales, que hemos intentado analizar desde una perspectiva noetológica; pero esto no autoriza a concluir que el soneto de referencia alcance una verdad equiparable a la que corresponda al teorema considerado. Y sin que sea pertinente aplicar aquí el criterio de Aristóteles, porque ahora tanto el soneto del Manso perdido como el problema o teorema del Triángulo equilátero, se ocupan de lo universal, cuando nos atenemos al texto literalmente interpretado del soneto y del teorema, es decir, a la interpretación inmanente del soneto y del teorema a partir de sus propios términos textuales, tanto si se consideran en su estrato de significantes como si se les considera en su estrato de significados literales.

La diferencia más a la vista entre el poema y el teorema no reside en que aquél trate de lo singular y éste de lo universal, puesto que, como hemos dicho, ambos tratan de lo universal: el soneto se ocupa de mayorales y de mansos en general, sin nombres propios que no sean puramente literarios; la diferencia que apreciamos «a primera vista» es esta otra: que el teorema tiene como referencia un campo o escenario poblado de términos impersonales del que se han segregado las operaciones, mientras que el poema toma las referencias de un campo o escenario beta operatorio, poblado de términos que son sujetos operatorios, antropológicos o etológicos; sujetos operatorios que aunque sean puramente literarios tienen fulcros idiográficos reales o «prosaicos».

Conviene subrayar que la confrontación a doble columna que hemos ofrecido entre el teorema de Euclides y el soneto de Lope, de la que hemos concluido su «afinidad noetológica» cuanto a la estructura racional de los respectivos discursos, se ha mantenido en el terreno de las interpretaciones literales de los significados de ambos discursos. Lo que está por ver es si no es precisamente en este terreno en el que hemos creído encontrar una racionalidad en el soneto equiparable noetológicamente a la racionalidad del teorema, en donde se desvanece su «sustancia poética».

Ahora bien, ¿acaso no se ha «evaporado» la poesía en beneficio de la racionalidad económica cuando hemos logrado interpretar el soneto apegados lo más milimétricamente posible a la literalidad de sus significados textuales, a su inmanencia literaria?

El campo de la Geometría constituye una totalidad atributiva, y en él tienen lugar los ajustes o efarmoxis que en vano querrán ser eliminados en una «Geometría sin figuras». Por ejemplo, en el teorema de la igualdad de los ángulos opuestos por el vértice no hay propiamente razonamientos silogísticos entre clases distributivas, sino atributivas.

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Pero es el supuesto el que puede ser negado: el supuesto de la autonomía de las proposiciones de Euclides defendida por los matemáticos «cantorianos o platónicos». Si negamos el supuesto, si admitimos que también las proposiciones de Euclides necesitan de auxilios exógenos a su texto, entonces la distancia entre proposiciones y poemas, y en particular entre teoremas poéticos y poemas demostrativos, puede reducirse. ¿Y cuáles pueden ser esos auxilios exógenos al texto de las proposiciones geométricas a las que nos referimos? A nuestro juicio cabe una respuesta terminante: los auxilios exógenos al texto gramaticalizado o formalizado que las proposiciones de Euclides requieren para poder desplegar su fuerza demostrativa no son otras sino las figuras gráficas que las acompañan invariablemente. Este es un hecho: y la cuestión es interpretarlo.

Desde la perspectiva proposicionalista, las figuras gráficas sólo admiten una representación oblicua posible, como ilustraciones didácticas, andadores, muletas o ayudas a veces infantiles, concesiones al lector no geómetra. En realidad, se dirá, podrían suprimirse.

Sin embargo estos recursos, examinados desde la Teoría del Cierre Categorial no son meramente auxilios didácticos, puesto que el razonamiento se establece sobre el propio contenido estético (por ejemplo, sobre la «sustancia misma» estética del ángulo phi de la proposición I,15); de la misma manera a como es imposible deducir del concepto de circunferencia «por lugares geométricos», la figura de un redondel. De todo lo cual concluimos que la «prosa gráfica» de las figuras geométricas no es deducible del texto de las proposiciones euclidianas, por lo que éste ha de tener una referencia obligada para que estas proposiciones alcancen sentido, para que sus términos y relaciones puedan manifestar sus conexiones, y por ello las figuras han de presuponerse dadas en el momento de iniciar la exposición de la prótasis de la proposición.

¿Hasta dónde tendríamos que proseguir nuestro recorrido por la prosa de la vida de Lope de Vega, a fin de delimitar el lugar en el que se encierra la sustancia poética del soneto Suelta mi manso que nos ocupa?

Esta pregunta dibuja ya la gran diferencia entre las condiciones requeridas para la prosa biográfica y las condiciones requeridas para la prosa gráfica de los teoremas de Euclides.

En éstos, la «prosa gráfica» se nos muestra dentro de límites mucho mejor definidos. En la prosa biográfica se nos muestra este material con límites indefinidos, hasta el punto de que podemos dudar de la necesidad de «dibujar» a la propia Elena Osorio, pongamos por caso. Bastaría con dibujar a una mujer como referencia del manso. Pero, ¿qué tipo de mujer? ¿Podría ser cualquiera, de cualquier época, si se dice que la poesía es eterna?

Recapitulemos: la confrontación que ofrecimos a doble columna entre el discurso argumentativo poético y el discurso argumentativo geométrico se ha mantenido en la inmanencia de los textos interpretados literalmente. En el teorema nos hemos atenido a los términos estrictos delimitados como unidades por las letras que acompañan a las figuras o a las relaciones entre ellas, y a las operaciones que determinan nuevos términos o relaciones. En el poema nos hemos atenido ante todo al sentido literal de los términos.

Ahora bien, el teorema, en el contexto de su inmanencia literal, «segrega» al autor, que no figura en ninguno de los teoremas como componente de su estructura, del mismo modo que el propio Euclides segrega el nombre de Pitágoras al exponer y demostrar su teorema, que recibe la denominación, meramente ordinal, de proposición 47. Sin embargo el lector, como hemos dicho, está reconocido o implicado como tal, a título de sujeto operatorio, en los enunciados del teorema, puesto que él es el destinatario de los verbos con función apelativa o imperativa, aunque estén en infinitivo. Autor y lector, como sujetos operatorios, mantienen en efecto relaciones recíprocas que cierran un círculo; otra cosa es que tanto el autor como el lector, es decir, los sujetos operatorios del teorema, queden neutralizados o segregados del campo de la Geometría en cuanto disciplina alfa operatoria.

El soneto, en efecto, como venimos diciendo, tiene un sentido literal, estrictamente inmanente, en el cual los términos «manso» y «mayoral» son significantes o nombres comunes, cuyos valores singulares se encuentran dados en un campo antropológico o etológico, al que accedemos a través de los diccionarios de la época. Y es éste sentido literal el que ha sido tenido en cuenta en la interpretación del soneto como un «discurso racional» de carácter económico idiotético, aunque homologable noetológicamente al discurso racional de carácter geométrico del teorema de Euclides.

Se presenta una dificultad en la confrontación que venimos haciendo entre el teorema I,1 y el soneto «Suelta mi manso». Por parte del teorema: que si la demostración del teorema se considera implicada por la figura o diagrama, parece que se apoya en esta singularidad gráfica, sin perjuicio de que pueda reproducirse. A esta dificultad habría que añadir otra, ahora por parte del soneto: que si la plenitud alegórica del soneto se encuentra implicada con la referencia a una mujer singular, habría que distanciarnos de la fórmula de Aristóteles, según la cual la poesía trata de lo universal.

La cuestión es, por tanto, la de si el dibujo o grafía estética en su singularidad, y sólo en ella, constituye un verdadero eslabón lógico, o autológico, para la demostración del teorema, en cuyo caso la universalidad la alcanzaría en el proceso de repetición de la figura, es decir, en la identificación de unas figuras y sus reproducciones, dentro del espacio geométrico. Lo que en resumidas cuentas vendría a significar que el teorema se hace universal en la repetición.

Ahora bien: ¿acaso no nos obligaríamos con estas consideraciones a concluir que el teorema I,1 alcanza su plenitud geométrica en la repetición del diagrama en el plano, como si fuera la repetición idéntica lo que hace universal al diagrama singular?

En modo alguno, porque la «evidencia católica» se funda en la evidencia de la grafía, fundamento de la repetición universal, y no al revés. Y esto nos lleva obviamente a distinguir la singularidad estética del diagrama que acompaña al teorema y su supuesto carácter idiográfico, en el sentido de Windelband-Rickert.

La clave de esta cuestión habría que ponerla en la confusión entre lo que es «singular» y lo que es «idiográfico». Una figura o un diagrama es singular, pero repetible. Y, en el caso del teorema I,1, es repetible porque los procesos de repetición están ya dados en el propio diagrama, en su propia construcción como tal: primero se presupone una recta indefinida (prótasis), después (en la ekthesis) se señalan dos puntos A y B; después dibujamos, repitiendo las operaciones, los círculos concéntricos A y B, y después seleccionamos el punto de intersección gamma repitiendo la misma figura pero con otra disposición estética: el vértice del triángulo hacia abajo. El discurso objetual del teorema va agregando puntos, rectas, &c. al diagrama, que no se ofrecen instantáneamente, y la identidad en la que hacemos consistir su verdad tiene lugar en el ámbito de cada diagrama, y no en el ámbito de la semejanza entre los diagramas ulteriormente repetidos.

La «universalidad católica» o esencial del teorema I,1 hay que atribuírsela ya al «discurso diagramático», que precisamente por establecer identidades que no son meras repeticiones exteriores, sino estructurales, se mueven en un terreno funcional operatorio que es ya universal en su propio ejercicio estético.

Pero la semejanza funcional se mantiene entre una parte atributiva y un todo atributivo, y esta semejanza interna tiene lugar entre las partes de cada diagrama, por ejemplo, entre los segmentos de una recta, o entre las áreas triangulares o rectangulares de un cuadrado, entre las teselas de un mosaico, por ejemplo. Y esta semejanza es la que se hace «católica» o universal en cada fase de la operación de dibujar que culmina en la figura; por ejemplo, en el teorema I,1 el «desdoblamiento triple» del segmento AB que conduce a la triada o triángulo equilátero que tantos iluminados han llegado a ver como una expresión de la vesica piscis, o incluso de la Santísima Trinidad.

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La función de semejanza interna recurrente, compleja o analógica, es más conocida, y la encontramos en la misma teoría de las proporciones de Euclides, en su libro V, a partir de las cuales podría haber demostrado el teorema I,47 de Pitágoras, dado que el cuadrado levantado sobre el segmento gamma-delta de un segmento AB queda «inserto» en una circunferencia de centro O y radio OA = OB que será rectángulo en delta’: la recta b que desde delta’ corta perpendicularmente a AB, forma dos triángulos semejantes, con los mismos ángulos y lados proporcionales. La semejanza interna funcional recurrente es la que se conoce por la lente «phi = 1+raíz cuadrada 5/2 = 1’618», llamada proporción áurea, con todos sus valores o versiones.